En el patio sentada sobre el cemento viejo, siento en el aire espeso ese verano cauteloso que se asoma con expectativas de calor y humedad.
Me levanto, voy a la cocina, prendo la tele, abro la heladera y mi aburrimiento se hunde en las horas ancladas en el reloj rojo de la pared.
Duermo y sueño espacios inconexos, seres que no entiendo porqué aparecen y me sobresalto con la lluvia pegando en el techo de chapa.
Busco en mi velador un consuelo, una respuesta y lo enciendo para asegurarme que todo está en su lugar: el ropero, las paredes, las puertas, la cama, el escritorio, el ventilador. Nunca me falla esa observación y puedo dormir tranquila otra vez.
Despierto sin entender bien dónde estoy, qué fecha es y si es de noche o de día, aunque todo mi instinto me arrastra al baño.
Siento que es tarde y que el calor es más pesado que el de ayer, el café con leche lo confirma sorbo tras sorbo.
Pero mi aliento destapa esa mágica y feliz espera, no me resigno y espero porque se que falta menos para que llegue el invierno…
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